Remontémonos a Grecia alrededor del año 50 de nuestra era, es decir, unos 20 años después de la resurrección de Cristo. Han comenzado a salir de Palestina los primeros promotores del cristianismo para divulgar su fe. El difusor más conocido de esta época, y de todas, es el apóstol Pablo. En el momento que estamos considerando (ver Parte 1) él se encuentra en la ciudad de Filipos. A los pocos días de llegar él y sus compañeros de trabajo a la ciudad, una joven empieza a seguirles por todas partes gritando, “Estos hombres son siervos del Dios Altísimo, y les anuncian a ustedes el camino de salvación” (Hechos 16.17, NVI). Es en este contexto algunos versículos después que escuchamos la pregunta que estamos analizando: “¿Qué debo hacer para ser salvo?” (Hechos 16.30).
¿Qué entiende la joven filipense por “el camino de salvación”? Para empezar, la narrativa nos aclara que ella tiene un “espíritu de adivinación” (Hechos 16.16), tratándose este “espíritu” (sabemos por el exorcismo posterior), de un espíritu malo el cual de alguna manera se ha posesionado de ella (Hechos 16.18). Siendo la condición social de la joven la de una esclava, sus amos aprovechan su habilidad de adivinar para ganar dinero. No obstante, seguramente no esperan que ella pase varios días siguiendo a los misioneros y señalándolos públicamente como anunciadores del “camino de salvación”.
Cabe aclarar que semejante situación evidentemente no es inusual en esta época. El Nuevo Testamento nos describe un mundo en el cual no es extraño que los espíritus impuros posean a las personas, y por boca de ellas, comuniquen una percepción de la realidad espiritual que transciende lo que está a simple vista del ojo humano. Es como si estos espíritus habitaran y percibieran otro plano del universo más allá del mundo material que vemos nosotros.
Por ejemplo, Jesús, enseñando en la sinagoga de Capernaum, es detectado por un espíritu “inmundo” como “el Santo de Dios”. Sorprendido por su presencia, el espíritu le pregunta: “¿Has venido para destruirnos? Sé quiénes eres tú: ¡El Santo de Dios!” (Marcos 1.24). En otra oportunidad, un poseído distingue a Jesús de lejos, viene corriendo, se postra ante Él y grita que es “Hijo del Dios Altísimo” (Marcos 5.1-5), desafiándole: “¿Por qué te entremetes, Jesús, Hijo del Dios Altísimo? ¡Te ruego por Dios que no me atormentes!”
Es decir, estos espíritus reconocen a Jesús como el Santo, el Hijo del Dios Altísimo, y entienden que Él representa para ellos una implacable oposición. Jesús, en numerosas oportunidades, los expulsa: de esa manera “ata al hombre fuerte”, el jefe de los espíritus impuros, Satanás, para luego “robar su casa” (Marcos 3.22-30). Este “robo”, la expulsión definitiva de Satanás, lo logrará Jesús por medio de su muerte y resurrección (Juan 12.31-33). Como cuatro años después, Pablo, aparentemente refiriéndose a poderes espirituales malignos que “gobernaban” el mundo, enseña que si ellos hubieran entendido lo que Dios pensaba hacer por medio de la muerte y resurrección de Jesús, “no habrían crucificado al Señor de la gloria” (1 Corintios 2.8). Con la cruz y la victoria posterior sobre la muerte, Jesús derrotó a Satanás y sus fuerzas (Hebreos 2.14-15, Colosenses 2.14-15). Podemos entender, entonces, un aspecto de la “salvación” como la liberación de las fuerzas del mal.
Cuando llegamos al relato en Hechos capítulo 16, han pasado unos veinte años después de la muerte y resurrección de Jesús, pero es evidente que las fuerzas que se oponen al Dios Altísimo todavía son capaces de reconocer a sus “siervos”: ahora la joven poseída identifica a los misioneros cristianos como “siervos del Dios Altísimo”, así como el endemoniado de Gerasa dos décadas antes percibió que Jesús era el “Hijo del Dios Altísimo”.
Sucede algo curioso en los relatos aquí mencionados de los espíritus impuros que reconocen en el cuerpo humano de Jesús la presencia del Hijo del Dios. Nos dan la sensación de que declaran Quién es Él casi a regañadientes, como si fuera contra su voluntad. Al verlo, no pueden más que adivinar y decir Quién es. Deben someterse; no obstante, le ofrecen una feroz resistencia, no queriendo abandonar a los cuerpos que les han servido de anfitriones hasta el momento en que Él los expulsa. Ante una orden de Jesús, sin embargo, se ven obligados a salir.
Seguramente algo parecido pasaba en el contexto de Hechos 16. El “espíritu de adivinación” que habita en la joven no puede más que reconocer y anunciar a los misioneros cristianos como “siervos del Dios Altísimo” que “anuncian el camino de la salvación”. La joven los sigue por todas partes, como si fuera atraída a pesar suyo por la Fuerza que habita en ellos: el Espíritu Santo que vive en los que obedecen a Dios (Hechos 5.32).
Sin embargo, debemos entender que existe una gran diferencia entre lo que los espíritus impuros podían reconocer en la Persona de Jesús en época de su vida terrenal y el momento actual relatado en Filipos veinte años después. En el interim, Jesús ha muerto, resucitado, y ascendido a la gloria, creando la posibilidad, por medio de esta poderosa obra, de que los hombres subsanen completamente su relación con Dios. Esto es “el camino de la salvación”. Cuando llegamos a la época relatada en Hechos capítulo 16, los seres espirituales que se oponen al cristianismo ahora entienden lo que Dios tenía en mente con la llegada de Jesús al mundo. Vino para traer la salvación a la humanidad, un hecho que se ve obligado a confirmar el espíritu de adivinación en la joven esclava. ¿Pero en qué consiste esta salvación? En la próxima entrada a este blog, seguiremos viendo el significado de “salvación” y “ser salvados” en el contexto del libro de los Hechos, para así poder contestar la pregunta, “¿Qué debo hacer para ser salvo?”