Parte 4 Resurrección: ¿Por qué es el paso necesario de una verdadera liberación?
La obra del otro Defensor convencer y transformar.
En la entrega dos de esta serie vimos que la obra del Espíritu Santo es doble: convence y transforma. Primero convence a la persona que escucha el evangelio que Jesús ha muerto y resucitado y hasta el día de hoy podemos seguirle como Nuestro Señor. Luego transforma al cristiano nuevo a la largo de la vida para ser como Jesús. Leemos de estas dos etapas de la obra del Espíritu en 2 Corintios 3.13-18. Para explicarlo, el autor, el apóstol Pablo recurre a un episodio de la vida de Moisés.
13 No hacemos como Moisés, quien se ponía un velo sobre el rostro para que los israelitas no vieran el fin del resplandor que se iba extinguiendo. 14 Sin embargo, la mente de ellos se embotó, de modo que hasta el día de hoy tienen puesto el mismo velo al leer el antiguo pacto. El velo no les ha sido quitado, porque solo se quita en Cristo.15 Hasta el día de hoy, siempre que leen a Moisés, un velo les cubre el corazón. 16 Pero, cada vez que alguien se vuelve al Señor, el velo es quitado. 17 Ahora bien, el Señor es el Espíritu; y, donde está el Espíritu del Señor, allí hay libertad. 18 Así, todos nosotros, que con el rostro descubierto reflejamos como en un espejo la gloria del Señor, somos transformados a su semejanza con más y más gloria por la acción del Señor, que es el Espíritu. (2 Corintios 3.13-18)
Pablo hace alusión a un episodio del Antiguo Testamento que relata la experiencia de Moisés durante los años de Israel en el desierto. Como representante del pueblo de Israel, Moisés entraba en la carpa del encuentro para tomar contacto con la gloria de Dios y saber la voluntad divina (Éxodo 34.34-35). Después de entrar así en contacto con la gloria de Dios, al salir de la carpa el rostro de Moisés brillaba tanto que y era necesario taparlo con un velo hasta que desapareciera esta “gloria”.
Ahora el apóstol Pablo toma esta experiencia y la compara con la diferencia entre los dos pactos, el antiguo, de la ley de Moisés, y el nuevo pacto, el Nuevo Testamento que traía Jesús. El apóstol dice que los judíos que no han llegado a creer que Jesús es el Mesías, tienen la “mente cerrada”, es como si un velo les impidiera ver claramente. Aquí Pablo cambia la imagen, porque en el caso de Moisés el velo era para que no se viera la gloria en su cara. Pero en el caso de Jesús, es necesario que se quite el velo para que efectivamente se vea la gloria de Dios que brilla en la cara de Jesucristo (2 Corintios 4.6).
Quitarse el velo.
Cuando uno “vuelve al Señor” se le quita el velo. En esta parte de 2 Corintios, Pablo usa “El Señor” para referirse indistintamente a Jesús o al Espíritu Santo. Cuando el Espíritu “convence” a través de la prédica del evangelio de que Jesús es el Señor, y el pecador decide creer y seguir a Jesús, se quita el velo. Uno “se vuelve al Señor”. Pero es el Espíritu, el Señor, que da la libertad de ver a Jesús claramente. En este sentido, donde Él está, hay libertad. Aquí, como en la entrega 3 de esta serie, “ver” se usa en el sentido de “creer”. El Espíritu es el que permite ver a Jesús claramente y creer en él como nuestro Señor.
Contemplando reflejamos.
Luego, Pablo combina la imagen del velo que se corrió con la idea de mirar un espejo. Sin el velo que impide ver a Jesús, uno contempla a Jesús como si fuera la imagen de un espejo y a la vez lo refleja. Esta doble acción del Espíritu se entiende en el verbo que Pablo utiliza en el versículo 18 (katoptrítsō) que puede significar por un lado “contemplar” y por otro “reflejar”. Así en la versión NVI se traduce “Así, todos nosotros, que con el rostro descubierto contemplamos/reflejamos como en un espejo la gloria del Señor”. Así el Espíritu hace su trabajo de “transformación” en el cristiano. Primero convence, y luego transforma. Donde está el Espíritu del Señor hay libertad; libertad para ser transformados. ¿Transformados en qué sentido?
¿En qué nos transformamos?
Siguiendo la metáfora del espejo, nos vamos transformando en su imagen. Al contemplar a Jesús, nos vamos transformando para ser como él. Es una transformación que no termina durante la vida del cristiano y para explicarla Pablo incorpora la idea de una nueva creación: “Porque Dios, que ordenó que la luz resplandeciera en las tinieblas, hizo brillar su luz en nuestro corazón para que conociéramos la gloria de Dios que resplandece en el rostro de Cristo.” (2 Corintios 4.6). Aprendemos a reflejar en nuestras vidas su amor, su bondad, su entereza, su autenticidad.
La “gloria” de Dios se refiere a su poder, su presencia, su actuar. En el Antiguo Testamento se manifestaba a través de milagros o por otros medios físicos: en el desierto la gloria de Dios se manifestaba como una columna de fuego de noche y una columna de nube de día (Éxodo 13.21-22, Números 9.15). En el Nuevo se manifiesta en la vida de Jesús. En Juan 1.1, Jesús aparece con el nombre de “el Logos” (la Palabra), que estaba con Dios y era Dios. Luego, “la Palabra se hizo hombre e hizo su morada entre nosotros. Y hemos visto su gloria, la gloria como del unigénito del Padre, llena de gracia y bondad” (Juan 1.14). En el cristiano, la gloria de Dios se manifiesta en el desarrollo de las cualidades de Nuestro Señor en nuestra vida.
La glorificación de Jesús.
Jesús habla de su muerte y resurrección como la glorificación. En esa experiencia se manifestó el poder, la presencia de Dios manifestada en la entrega de Jesús. En la cruz Jesús hombre carga con los pecados de la humanidad; su condición infinita de Dios permite que este sacrificio sea para “todos”; luego, cuando resucita es el comienzo de una nueva creación, una nueva vida. Por eso, Pablo lo compara con la luz que brilló en la oscuridad en la primera creación; ahora al creer que Dios manifestó su gloria por medio de la cruz y la resurrección de Jesús, estamos libres para participar de una nueva creación. En esta nueva creación, el Espíritu nos libera para ser transformados a imagen de Jesús.
Jesús resucitado es Señor.
Al resucitar a Jesús de entre los muertos, él fue hecho “Señor y Cristo” (Hechos 2.22-24, 2:36). Cuando confesamos que creemos en la resurrección de Jesús, estamos diciendo que reconocemos su derecho de ser Nuestro Señor (Romanos 10.9-10). “Señor” se usa en la Biblia con frecuencia para referirse a Dios. Si bien Jesús “se vació” al hacerse hombre, aparentemente esto quiere decir que se hizo “siervo” (Filipenses 2.5-8), i.e. que aprendió a ser obediente. Al ser igual al Padre desde la eternidad, Jesús jamás sabía lo que era obedecer. Dios por su naturaleza divina no obedece, y siempre había habido una coincidencia completa entre la voluntad del Padre y la del Hijo. Es solamente cuando se hizo hombre y llegó el momento en que en oración pidió alejar de él «la copa» (la crucifixión) que por única vez el Hijo no quería obedecer al Padre, y es en este instante cuando aprendió realmente lo que significaba “obediencia”. En ese momento oró: “Aléjate de mí esta copa, pero que no se haga mi voluntad, sino la tuya” (Marcos 13.). “El Hijo, por medio del sufrimiento aprendió a obedecer” (Hebreos 5.8). Solamente así, Jesús aprendió lo que es ser “siervo”, ser “obediente”. Al resucitar vuelve plenamente a su rango de Señor, pero lleva con él la experiencia humana de la obediencia, la cual no podría haber adquirido sin hacerse carne.
Jesús puede ser Nuestro Señor.
Cuando tomamos conciencia de que somos responsables de nuestros pecados ante Dios, y que estos pecados nos separan de su gloria (Romanos 3.23), también nos enteramos que nos condena la justicia divina, ya que “el pago del pecado es la muerte” (Romanos 6.23). Sin embargo, cuando nos enteramos que el sacrificio de Jesús en la cruz puede quitar el castigo de esta condena y que su resurrección nos ofrece una nueva vida, podemos por medio de la fe aceptar su muerte y resurrección en nuestro lugar y él llega así a ser Nuestro Señor. Romanos capítulo 6 explica que esto sucede en el momento del bautismo por inmersión. La persona que se arrepiente de sus pecados y decide vivir con Jesús como su Señor, se bautiza para el perdón de los pecados y así recibe el don del Espíritu Santo en su vida (Hechos 2.38-39). Al sumergirse, por medio de la fe entra en la muerte de Jesús y resucita con él; empieza a vivir con él como su Señor (ver Romanos 6). Esta vida es una vida eterna: “El pago del pecado es la muerte; el regalo de Dios es vida eterna en unión con Jesucristo, Nuestro Señor” (Romanos 6.23).
¿Cómo es la relación con Jesús como Nuestro Señor?
Tener fe en Jesús como Señor significa que él tiene derecho a mandar en nuestra vida. Esto es la “obediencia de la fe” de la que habla Pablo en Romanos (Romanos 1.5, 16.26). Para explicar la relación del cristiano con Jesús como Señor, Pablo se remite a varias metáforas.
- · La del esclavo con su amo o Señor es por ahí la más evidente (Romanos 6), sin olvidar que se trata de un Señor que ama a uno y dio la vida por él. Hablando de su propia experiencia después del bautismo, Pablo dice “He sido crucificado con Cristo, y ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí. Lo que ahora vivo en el cuerpo, lo vivo por la fe en el Hijo de Dios, quien me amó y dio su vida por mí” (Gálatas 2.20).
- · Pero también la relación es tan íntima como la del matrimonio (Romanos 7).
- · Es también la relación como la del Hijo con su Padre; cuando recibimos al Espíritu del Hijo en nuestro corazón al bautizarnos (Hechos 2.38, Gálatas 3.26—4.6), podemos tratar a Dios como Padre; tratándolo de “Abbá” en medio de las pruebas de la vida, así como Jesús se dirigió a Dios como “Abbá” en medio de su angustia antes de ser arrestado (Marcos 14.32-36, Romanos 8.12-17, 8.26-27)
- Como vimos en la entrega anterior, Jesús considera la relación con sus seguidores como una especie única de “amistad”.
- · Finalmente la relación con Jesús como Nuestro Señor se compara con la de hermanos. Jesús al resucitar llega a ser el primogénito entre muchos hermanos, y vamos transformándonos en su imagen (Romanos 8.29).
Esta transformación es la liberación que logra el Espíritu Santo en la vida del cristiano a medida que seguimos a Jesús. Mientras lo contemplamos, los reflejamos.
¿Cómo nos podemos acercar a Jesús ahora? Al creer que Él murió por nuestros pecados y resucitó para darnos nueva vida, nos arrepentimos de nuestra rebelión contra Dios y nos entregamos a Él en el bautismo. En ese momento la fe obra para que entremos en contacto con la muerte y resurrección de Jesús al sumergirnos en el agua y salir para andar en “novedad de vida” (Romanos 6.3). Esta nueva vida, es una vida eterna, en unión con Jesús, Nuestro Señor. Vamos transformándonos a su imagen a medida que lo contemplemos por medio del Evangelio. Este momento del bautismo también se llama “nacer de nuevo, del agua y del Espíritu” (Juan 3.3-5), es el momento en que el Espíritu Santo nos vuelve a crear a imagen de Jesús para comenzar una transformación durante el resto de nuestra vida para ir reflejándolo en nuestras existencias humanas. Es una vida con él que no termina, ya que es eterna. Es un acercamiento a Jesús en el aquí y ahora que no tiene fin. Todo comienza con creer que él murió por nuestros pecados y resucitó para darnos vida. La resurrección de Jesús es la evidencia del plan de Dios para una nueva humanidad. Si no te has acercado a él, no esperes más para hacerlo. Estamos a tus órdenes si podemos ayudarte a dar este paso (para contactarnos).
En la próxima entrega consideraremos algunas de las pruebas de la resurrección de Jesús.
Agradecemos nuevamente a Damián por su pregunta que dio origen a esta serie de entregas.