¿Por qué el domingo es considerado el día de Señor?

 ¿Por qué el domingo es considerado el día de Señor?

El Día Imperial.

La práctica de conmemorar el primer día del mes como el dia “imperial” (sebastē) surgió en el Imperio Romano, en honor al primer emperador, César Augusto (Sebastós era el nombre de Augusto en griego). La conmemoración de este día fue un paso en el desarrollo de una religión que se observaba en todo el imperio, el culto al emperador. De hecho, se construyeron varios templos para adorar a los césares. Esta religión imperial era popular en Asia Menor, donde encontramos las siete iglesias de Asia, las destinatarias del Apocalipsis. Entre los cristianos ya conmemoraban, en vez de un día “imperial”,  el día “del Señor”, (kuriaké) para honrar al Señor Jesús. 

En la isla de Patmos, frente a Efeso, la ciudad donde se encontraba la primera de las siete iglesias, el apóstol Juan recibió la visión que les transmitió a estas comunidades cristianas. Él mismo aclara que esto sucedió “en el día del Señor” (kuriakē):

Estaba yo en el Espíritu en el día del Señor (kuriakē), y oí detrás de mí una gran voz, como sonido de trompeta que decía[: «Escribe en un libro lo que ves, y envíalo a las siete iglesias: a Éfeso, Esmirna, Pérgamo, Tiatira, Sardis, Filadelfia y Laodicea».

Apocalipsis 1.10 NBLA

Cena del Señor y Día del Señor.

En Apocalipsis 1.10 la frase “del Señor” traduce el adjetivo “kuriakē”, que aparece solamente dos veces en la Biblia. También se encuentra en 1 Corintios 11.20 donde está empleado para referirse a la “Cena del Señor”, es decir el acto de compartir el pan y el vino en memoria de Jesús  (ver Lucas 22.19, 22, 1 Corintios 11.20). Aquí “del Señor” se refiere claramente a la  conmemoración que ordenó el Señor Jesús. ¿Podemos afirmar que Jesús es también el Señor a quien se refiere en la frase “día del Señor” en Apocalipsis 1.10?

Evidencia del segundo siglo.

¿Con qué criterios debemos interpretar el término “del Señor” en este versículo? Seguramente debemos hacer lo posible por saber cómo lo entenderían los lectores cristianos de Asia Menor a quienes el Apóstol Juan escribió. Ya que aparece aquí y en 1 Corintios 11.20 por primera vez en la literatura cristiana, no tenemos casos anteriores para consultar. Sin embargo, sí se encuentra la misma frase, “día del Señor” (kuriakē), entre los cristianos en el mundo mediterráneo del segundo siglo cerca del tiempo en que Juan escribió el Apocalipsis.
Vamos a ver dos de las citas más tempranas. 

1. Ignacio, fallecido entre los años 107-109 d. C. Para contrarrestar a opositores judíos del cristianismo, él afirma que los cristianos “ya no practican el sábado pero viven de acuerdo con el día del Señor”(kuriakē).

2. La epístola de Bernabé 15.8-9, escrito entre el 70 y el 130 después del nacimiento de Jesús.
«Por último, les dice: Vuestros novilunios y vuestros sábados no los aguanto. Mirad cómo dice: No me son aceptos vuestros sábados de ahora, sino el que yo he hecho, aquél en que haciendo descansar todas las cosas, haré el principio de un octavo, es decir, el principio de otro mundo. Por eso justamente nosotros celebramos también el día octavo con regocijo, por ser día en que Jesús resucitó de entre los muertos, y después de manifestado, subió a los cielos.» 

Ambas citas demuestran que en el segundo siglo ya se marcaba una diferencia entre la observación del sábado judío y el “día del Señor” cristiano. Veamos otra a mediados del siglo segundo.

La primera descripción de una reunión cristiana.

Justino Mártir, quien escribe en el año 150, ha dejado registrado la primera descripción de una reunión cristiana. En su Segundo apología, párrafo 67, Justino escribió acerca de “el primer día de la semana”: 

Desde aquel tiempo siempre hacemos conmemoración de estas cosas, y los que tenemos [bienes] socorremos a todos los necesitados y siempre estamos unidos los unos con los otros. Y en todas las ofrendas alabamos al Creador de todas las cosas por su Hijo Jesucristo y por el Espíritu Santo. Y en el  día que llaman del Sol (Domingo) se reúnen en un mismo lugar los que habitan tanto las ciudades como los campos para leer los comentarios de los apóstoles o los escritos de los profetas por el tiempo que se puede. Después, cuando ha terminado el lector, el que preside toma la palabra para amonestar y exhortar a la imitación de cosas tan insignes. Después nos levantamos todos a la vez y elevamos [nuestros] preces y acción de gracias, y el pueblo aclama Amen, y la comunicación de los [dones] sobre los cuales han recaído las acciones de gracias se hace por los diáconos a cada uno de los presentes y los ausentes. Los que abundan [en bienes] y quieren dar a su arbitrio lo que cada uno quiere, y lo que se recoge se deposita en manos del que preside, y él socorre a los huérfanos y a las viudas y a aquellos que, por enfermedad o por otro motivo, se hallan necesitados, como también a los que se encuentran en las cárceles y a los huéspedes que vienen de lejos; en una palabra toda el cuidado de todos los indigentes. Y en el día del Sol (Domingo) todos nos juntamos, en parte porque es el primer día en que Dios, haciendo volver la luz y la materia, creó el mundo, y también porque en ese día Jesucristo nuestro Salvador resucitó de entre los muertos. Lo crucificaron en efecto, el día anterior al de Saturno (Sábado), y al día siguiente, o sea el del Sol (Domingo) apareciéndose a los apóstoles y discípulos, enseñó aquellas cosas que por nuestra parte hemos entregado a vuestra consideración.

Estas palabras de Justino Mártir nos recuerdan la reunión dominical de Hechos 20.7, “el primer día de la semana nos reunimos para partir el pan”. Aquí “partir el pan” se refiere a la Cena del Señor. 

Para fines del segundo siglo en los demás escritos cristianos conocidos, el día kuriakē (“del Señor”) significaba directamente “domingo”. Ya que los cristianos tampoco conmemoraban el día imperial (sebastē) en honor del César, recordar al domingo como día para adorar al Señor Jesús también podría entenderse como una afirmación de fe: para los cristianos, César no es el Señor a quien adoran, ya que para ellos Jesús es su Señor. 

Resumiendo esta evidencia del segundo siglo, dos factores podrían haber contribuido a que el día domingo se reconociera como perteneciente al Señor Jesús:

  • el hecho de diferenciarse de los judíos quienes guardaban el sábado, y,
  • el rechazo al culto imperial en el cual se adoraba al César en el día “imperial”.

Gracias a esta evidencia no mucho posterior al momento en que Juan escribió el Apocalipsis, podemos afirmar que los destinatarios del Apocalipsis entenderían que Juan estaba “en el Espíritu” el día del Señor, es decir, el domingo. 

¿Por qué el “octavo día” es el domingo?

En el párrafo previamente citado de la “epístola de Bernabé” la alusión al “octavo” día como domingo es un ejemplo de la práctica de calcular los días de la semana como ocho, empezando y terminando con el domingo. Encontramos evidencia de esta práctica de la época en el evangelio de Juan. Leemos en Juan 20.1 y 20.19 que Jesús resucita “el primer día de la semana” y aparece a los apóstoles reunidos, sin la presencia del apóstol Tomás. Luego, “ochos días después” Jesús se les aparece por segunda vez a los apóstoles reunidos, esta vez con Tomás presente (Juan 20.26; ver Reina Valera 1960, Biblia de las Américas). Aquí la frase “ocho días después” está traducida en la NVI como “una semana después” adaptando el uso de la época al lenguaje del lector moderno. Es decir, en estos dos primeros domingos los apóstoles reunidos experimentaron la presencia del Señor Jesús resucitado. Estas dos reuniones dominicales registran quizás el origen de la práctica de reunirse los días domingos para partir el pan (Hechos 20.7).

Los cristianos tomamos la Cena del Señor (1 Corintios 11.20) en el Día del Señor (Apocalipsis 1.10), el día en que Jesús resucitó, coincidiendo estos únicos dos usos en la Biblia del adjetivo kuriakē (del Señor) para referirse a Jesús como El Señor. 

Como conclusión, podemos entender que la práctica de reunirse los domingos (día del Señor) para tomar la Cena del Señor se remonta al día domingo en que Jesús resucitó, cuando Él señoreó sobre la muerte. ¡La venció para siempre ese día y ahora vive!
El segundo domingo, al darse cuenta de la victoria de Jesús sobre la muerte, el apóstol Tomás no pudo más que reconocer a Jesús como “¡Señor mío y Dios mío”! (Juan 20.28, NBLA) ¡Hagamos nosotros lo mismo!

Agradecemos a Juan, Ruben y Adrián quienes motivaron esta nota sobre el domingo como Día del Señor. 

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      ¿En qué consiste el bautismo bíblico?

      ¿En qué consiste el bautismo bíblico?

      «…pocas personas, es decir, ocho, fueron salvadas por agua«.

             El Apóstol Pedro usó el ejemplo del arca de Noé para ayudarnos a entender cómo Dios nos ofrece la salvación. Según Pedro, Dios esperaba con paciencia mientras Noé construía el arca, ya que el arca iba a ser el instrumento para lograr la salvación de ocho personas:

      …Dios esperaba con paciencia mientras se construía la barca, en la que algunas personas, ocho en total fueron salvadas por medio del agua. 1 Pedro 3.20

             Normalmente cuando pensamos en la salvación de la familia de Noé, decimos que fueron salvados del diluvio por medio del arca. Sin embargo, esto no es lo que nos está diciendo Pedro. Dice claramente que Noé y su familia fueron salvados «por agua»*1 o «por medio del agua». ¿Cómo podrían ser salvados por medio del agua si era justamente el agua la que destruyó la tierra? El relato del diluvio en Génesis ayuda a aclarar esta duda: Y fue el diluvio cuarenta días sobre la tierra; y las aguas crecieron, y alzaron el arca, y se elevó sobre la tierra. Génesis 7.17*

             Aquella agua que destruyó la tierra, es la misma que levantó el arca encima de ella para que los ocho seres humanos que estaban adentro no perdieran sus vidas. El apóstol Pedro dice que la salvación de Noé y su familia «por medio del agua» representa nuestra propia salvación, también por medio del agua, hoy en día:

      Y aquella agua representa el agua del bautismo, por medio del cual somos salvados. El bautismo no consiste en limpiar el cuerpo, sino en pedirle a Dios una conciencia limpia y nos salva por la resurrección de Jesucristo. 1 Pedro 3.21

             ¿Qué tiene que ver el bautismo con la salvación? Ya que Pedro dice que la historia del arca es una figura representativa del bautismo, podemos contestar esta pregunta con otra parecida: ¿qué tenían que ver el arca y el diluvio con la salvación de Noé y su familia? En primer lugar, la Biblia nos enseña que fue la fe de Noé la que lo motivó a construir el arca:

      «Por fe, Noé, cuando Dios le advirtió que habrían de pasar cosas que todavía no podían verse, obedeció y construyó la barca para salvar a su familia. Y por esa misma fe, Noé condenó a la gente del mundo y alcanzó la salvación que se obtiene por la fe«. Hebreos 11.7

             Aquí vemos claramente que la fe de Noé fue una fe obediente. Noé era «un hombre muy bueno, que siempre obedecía a Dios«. Por eso, cuando Dios le dijo cómo debía construir el arca, «Noé hizo todo tal como Dios se lo había ordenado» (Génesis 6.9, 22). Noé no preguntó: «¿Por qué tengo que construir un arca para salvarme del diluvio? ¿No podría Dios llevarme a la montaña más alta del mundo para salvarme? ¿No podría yo ir a un país lejano para evitar el diluvio? ¿No bastaría el hecho de creer que Dios va a mandar un diluvio, y tomar mis propias medidas para evitarlo?». No, Noé creyó, y porque creyó realmente, evitó su destrucción de la manera que Dios le había especificado. De la misma manera no nos corresponde hoy en día preguntar por qué Dios nos salva por medio del agua del bautismo, y no antes de bautizarnos o sin bautizarnos. Así como sucedió en la época de Noé, Dios es el que pone las condiciones, no nosotros. Esta es la actitud de una fe obediente.

             La Biblia aclara que es la fe la que obra en el momento del bautismo y nos salva, ya que el bautismo consiste en «pedirle a Dios una conciencia limpia» (1 Pedro 3.21). Colosenses 2.12 dice que cuando los hombres se sumergen en agua al bautizarse, son sepultados con Cristo y resucitados con El, «porque creyeron en el poder de Dios, que lo resucitó«. Pedro también dice que somos salvados al bautizarnos, «por medio de la resurrección de Jesucristo«. Verdaderamente, lo que nos salva en el momento del bautismo es la fe en la muerte y la resurrección de Jesucristo.

      Esta pregunta: «¿Por qué nos salva el bautismo?» nos obliga a considerar otra: «Por qué nos salva la resurrección de Jesucristo?».

             En primer lugar, necesitamos ser salvados porque todo hombre se aleja de la presencia de Dios y muere espiritualmente. El Apóstol Pablo nos da a entender que hasta el momento en que él tomó conciencia de los mandamientos de Dios, tenía vida, pero al tomar conciencia de la voluntad de Dios, llegó a ser responsable de sus actos de desobediencia, muriendo espiritualmente:

      «Hubo un tiempo en que, sin la ley, yo tenía vida; pero cuando vino el mandamiento, cobró vida el pecado, y yo morí…» Romanos 7.9

             Cuando llegamos a una edad en que gozamos de libre albedrío y somos responsables de nuestros actos también en algún momento desobedecemos a Dios y pecamos. Romanos 3.21 nos dice que «todos hemos pecados y estamos lejos de la presencia salvadora de Dios«. Al alejarnos de la presencia de Dios, nos alejamos de la fuente de la vida y morimos espiritualmente. Como Pablo acaba de decir, «cobró vida el pecado, y yo morí..» Por eso, Romanos 6.23 nos dice que «el pago que da el pecado es la muerte«.
             Todo ser humano que es responsable de sus acciones, ha desobedecido a Dios y está bajo una sentencia de muerte. Si bien es cierto que Dios es Amor (1 Juan 4.8), no debemos olvidarnos de que Dios es como un «fuego que todo lo consume» (Hebreos 12.29). Si El dicta que el hombre debe morir por sus pecados, esa sentencia debe cumplirse. «Qué bueno es Dios, aunque también qué estricto» (Romanos 11.22). Ya que Él es el Juez de toda la tierra (Génesis 18.25), Dios debe exigir el cumplimiento de la sentencia: «el pago del pecado es la muerte». Sin embargo, ya que Él es amor, debido a su bondad, Dios no quiere que el hombre se pierda eternamente. Por lo tanto, Él Mismo viene en forma de su Hijo, para recibir el pago del pecado. Aunque Él mismo nunca pecó, murió en nuestro lugar para librarnos de la sentencia de muerte contra todo pecador:

      «Cristo no cometió pecado alguno; pero por causa nuestra, Dios lo trató como al pecado mismo, para así, por medio de Cristo, librarnos de culpa» 2 Corintios 5.21

             Luego, Jesús vence a la muerte, resucitando para darnos la posibilidad de una vida nueva.

             Hemos visto el por qué de la muerte de Jesús. Su muerte termina en la resurrección, y entender la relación entre estos dos sucesos es necesario para poder contestar nuestra pregunta: «¿Por qué nos salva la resurrección de Jesucristo?» Nos salva porque si primero morimos con Él, también volvemos a la vida con Él, participando de una existencia en que nuevamente estamos en comunión con Dios (Ver Romanos 6.3–5).
             Sin embargo, esta vida nueva, que empieza con el perdón de nuestros pecados, es solamente posible si tenemos una fe obediente como la que tenía Noé.

      ¿Cómo podemos entender la fe obediente de Noé y compararla con nuestra propia salvación?

      • Para salvarse del diluvio, Noé primero tenía que creer que Dios iba a mandar un diluvio para destruir la tierra. De la misma manera, no podemos obtener el perdón de nuestros pecados si no creemos que somos pecadores y que el pago del pecado es la muerte.
      • Con una fe obediente Noé confió en la promesa de Dios. Dios lo iba a salvar del diluvio por medio de las aguas que alzarían el arca por encima de la destrucción. Nosotros también debemos confiar en que Dios sí puede aceptarnos como justos por medio de la muerte y la resurrección de Jesús.

      Pues, por nuestra fe, Dios nos acepta como justos también a nosotros, los que creemos en aquel que resucitó a Jesús, que fue entregado a la muerte por nuestros pecados y resucitado para librarnos de culpa. Romanos 4.24-25

             El hombre que no confía en el poder de Dios que resucitó a su Hijo y que nos acepta como justos, perdonando nuestros pecados, no puede tener una fe obediente: desconfía de la promesa de Dios.

      • El último elemento de la fe obediente de Noé fue la construcción del arca. Sin el arca, Noé no podría haberse salvado de la destrucción del diluvio, por más que hubiera huido a otro país, o subido hasta la cima del monte más alto. El arca fue el medio por el cual Dios envió la salvación a Noé y su familia. Él puso las condiciones y no hubiese aceptado otras, por más que pareciesen lógicas y factibles. La obediencia es una parte fundamental de la fe en Dios como Señor y Amo del Universo. Él merece nuestra obediencia por ser el único Dios. Si no aceptamos la salvación de la manera en que Él la ofrece, nuestra fe no es una fe obediente, y por lo tanto no es el tipo de fe que nos puede salvar. De ahí que, cuando la Biblia nos dice que el bautismo nos salva por medio de la resurrección de Jesucristo, no podemos suponer que podemos ser salvados por medio de la resurrección de Jesucristo antes de bautizarnos, o sin el bautismo. Cuando Dios llama a una persona, una fe obediente se arrepiente de sus pecados y se bautiza para que sean perdonados (Hechos 2.38-39). Las condiciones que Dios pone no son discutibles.

      Las tradiciones de los hombres

             En la época en que Jesús vivía, dijo una vez a alguna personas muy religiosas: «De nada sirve que me rindan culto: sus enseñanzas son mandatos de hombres. Porque ustedes dejan el mandato de Dios para seguir las tradiciones de los hombres» (Marcos 7.7-8). Hoy en día muchas personas religiosas, con frecuencia bienintencionadas, siguen tradiciones humanas con respecto a la salvación que Dios nos ofrece por medio de Jesús. Por ejemplo, han cambiado la importancia que Dios dio al bautismo como medio por el cual somos salvados. En esencia hay dos tradiciones humanas muy difundidas con respecto al bautismo: una que es practicada por la Iglesia Católica y otra que comúnmente se enseña en las Iglesias Evangélicas. Las dos son solamente tradiciones que utilizan parte de la verdad, pero dejan de lado otra parte. No son el bautismo que encontramos en el Nuevo Testamento. Consideremos ambas tradiciones:

             La tradición católica. Según la Iglesia Católica, el bautismo nos salva, así como enseña la Biblia en 1 Pedro 3.21. Sin embargo, hemos visto que lo que nos salva en el bautismo es nuestra fe en la muerte y la resurrección de Jesucristo. «El bautismo no consiste en limpiar el cuerpo, sino en pedirle a Dios una conciencia limpia» (1 Pedro 3.21). Lógicamente, un bebé no puede pedirle a Dios una conciencia limpia, porque todavía no tiene noción de lo que es el pecado. «El bautismo no consiste en limpiar el cuerpo«, y por más que algunas gotas de agua se deslicen sobre la cabeza del bebé que se bautiza, el rito del bautismo no pide una conciencia limpia a Dios, y por lo tanto, realmente no es un bautismo. Según la Iglesia Católica, el bebé debe bautizarse para evitar el castigo del pecado original. Sin embargo, la Biblia enseña que el pecado no puede heredarse: «Sólo aquel que peque morirá. Ni el hijo ha de pagar por los pecados del padre, ni el padre por los pecados del hijo» (Ezequiel 18.20). Solamente cuando entiendo que soy un pecador y necesito de la salvación de mi alma, y confío en que Dios sí puede salvarme por medio de su Hijo, sólo entonces puedo recibir la salvación mediante la fe, al morir y resucitar con Jesús al bautizarme.

             Vamos a suponer que Dios no destruyó el mundo por medio del diluvio y que nunca le dijo a Noé que debía construir el arca para salvarse. ¿No sería ridículo si un día a Noé se le ocurre construir una nave grande lejos de donde hay agua y meterse adentro para salvar su vida? Sin el diluvio, él no hubiera tenido por qué construir el arca. No obstante, algo parecido pasa con el bautismo de bebés. Según la Biblia, uno es responsable por sus pecados solamente cuando toma conciencia de los mandatos de Dios (Romanos 7.9). Debemos bautizarnos para que nuestros pecados sean perdonados, y antes de bautizarnos debemos arrepentirnos (Hechos 2.38-39). Lógicamente un bebé no puede arrepentirse de algo que no entiende, y si no es responsable de sus actos todavía, tampoco tiene pecados que pueden ser perdonados por medio del bautismo. El bautismo de bebés construye el arca sin la amenaza del diluvio.

             Jesús dijo que para entrar en el Reino de Dios hay que cambiar y volver a ser como niños (Mateo 18.3), y que el Reino de Dios es de quienes son como ellos (Marcos 10.14). Solamente cuando llegamos a ser pecadores debemos buscar el perdón de nuestros pecados. Cuando uno deja de ser niño, llegando a ser responsable de sus actos, debe volver a ser como niño, naciendo de nuevo por medio del agua y del Espíritu al bautizarse para entrar en el reino de DIos (Juan 3.3-5). Bautizar a los niños es una tradición humana que no se encuentra en la Biblia. Jesús dijo que las tradiciones humanas que se hacen pasar por mandados de Dios son inválidas. 

             Vale la pena agregar que la palabra griega traducida como “bautizar” es baptizein, que significa “sumergir”, hecho que explica por qué la forma original del bautismo era “inmersión” en agua. Al sumergirse en el agua, por medio de la fe uno muere espiritualmente: es crucificado y sepultado con Cristo, y también por medio de la fe, resucita con Él al salir del agua para comenzar otra vida (Colosenses 2.12, Romanos 6.1-11, Gálatas 2.20). Por lo tanto, la forma original y bíblica del bautismo, inmersión, es una entrega de fe para unirse con Jesús en la obra salvadora de su muerte y resurrección. Lo que la tradición más difundida practica no es una entrega de fe, puesto que el bebé no cree todavía. Posiblemente esta realidad explique en parte el cambio de la práctica original de «inmersión» por la actual de «aspersión» de agua encima de la cabeza, la cual no representa por medio de la acción la muerte y resurrección, y tampoco requiere fe de parte del niño para realizarse.

             La tradición evangélica. Las iglesias evangélicas se llaman así porque dicen que predican el evangelio, o sea, las buenas noticias, y hasta cierto punto hacen exactamente eso. Predican que la salvación viene solamente por Jesucristo, que recibimos la salvación por medio de la fe en Él y que Dios nos da la salvación gratuitamente. Además, muchas iglesias evangélicas bautizan a personas que tienen fe, o sea, a adultos. También suelen bautizar por inmersión, práctica que coincide con el significado original de la palabra griega baptizein (sumergir).Todo esto está de acuerdo con lo que la Biblia nos enseña acerca de la voluntad de Dios.

             Sin embargo, muchas iglesias evangélicas dicen que el bautismo no salva. Enseñan que la persona que tiene fe antes de bautizarse, o sin bautizarse, se salva igual. Esto contradice 1 Pedro 3.21 que dice: «El bautismo nos salva«.

             ​Para muchas iglesias evangélicas el bautismo es un «testimonio» que da la persona que tiene fe, pero no es necesario para la salvación. La Biblia nunca dice que el bautismo es un testimonio. Es muy común en las iglesias evangélicas enseñar que el bautismo es un «acto de obediencia», pero que no nos salva. Sin embargo, para que el bautismo se realice con la fe obediente que Dios pide, debería hacerse con la convicción de que en ese momento se recibe por primera vez el perdón de los pecados, el Espíritu Santo, y la salvación. Si una persona cree que ya está salvada, que Cristo ya lavó sus pecados, antes de bautizarse, ¿puede recibir el perdón de sus pecados y la salvación en el momento de su bautismo? Según 1 Pedro 3.21 en el momento del bautismo la persona pide a Dios una conciencia limpia. Según Hechos 2.38 nos bautizamos para que nuestros pecados sean perdonados. Si uno cree que Dios ya lo ha perdonado, antes de bautizarse, si cree que ya está salvado sin bautizarse, lógicamente en el momento de su bautismo no puede tener fe en que Dios está limpiando su conciencia de todos sus pecados anteriores, ni que en ese momento Dios le da la salvación.

             Otra enseñanza muy común entre las iglesias evangélicas es que el bautismo solamente simboliza la muerte y la resurrección de Cristo. Sin embargo, la Biblia no dice que el bautismo es un simbolismo; dice más bien que cuando uno se bautiza, por medio de la fe muere, se entierra y resucita con Cristo. No dice que es algo simbólico sino que por medio de la fe entramos en unión juntamente con Cristo en su muerte y su resurrección. Es una realidad espiritual hecha posible por medio de la fe; no es un simple simbolismo. «Al ser bautizados, ustedes fueron sepultados con Cristo, y fueron también resucitados con él, porque creyeron en el poder de Dios que lo resucitó» (Colosenses 2.12). El versículo siguiente, Colosenses 2.13, nos dice que el momento de resucitar con Cristo, y empezar a vivir con Él, es el punto del perdón, cuando Dios nos purifica de todo pecado. ¿Puede una persona recibir el perdón de sus pecados antes de morir y resucitar con Cristo?

             Si un creyente evangélico piensa que el bautismo solamente simboliza una salvación que recibió antes de bautizarse, no puede pensar que está entrando en unión con Jesús en su muerte en el momento de bautizarse. Piensa más bien que esta unión se logró de alguna manera antes del bautismo. Según esta «tradición evangélica», ¿cómo se logra la unión con Cristo sin bautizarse? Comúnmente se enseña que por medio de una oración uno puede «entregarse» al Señor o «recibir» al Señor. A veces esta oración se llama la «oración de entrega» o la «oración del pecador». La llamada «oración de entrega» no aparece en la Biblia; es parte de de una tradición evangélica que sostiene que uno puede ser salvado antes de bautizarse, o directamente sin el bautismo. Si uno piensa que ya está salvado antes de bautizarse, tampoco puede, por medio de la fe pedir el perdón de sus pecados mediante el acto del bautismo. Según el Nuevo Testamento la única manera en que uno puede morir y resucitar juntamente con Cristo es mediante la fe en el momento de bautizarse.

       

      Volvamos al ejemplo de Noé. Supongamos que Dios le advierte a Noé acerca del diluvio y le dice cómo construir el arca para salvarse a sí mismo y a su familia. Y Noé efectivamente construye el arca, pero no lo hace todo tal como Dios se lo había ordenado. Sencillamente no sería como sucedió, porque sabemos que Noé sí «hizo todo como Dios se lo había ordenado» (Génesis 6.22). No sabemos lo que habría pasado si Noé no hubiera usado la madera resinosa que Dios mandó o si no hubiera tapado con brea todas las rendijas de la barca por dentro y por fuera (Génesis 6.14), o si hubiera hecho el arca con dimensiones distintas de las que Dios mandó. ¿Dios habría hecho que el arca flotara igual? No sabemos. Pero sí podemos afirmar que al construir el arca de una manera no ordenada por Dios, Noé no hubiera sido el hombre que siempre obedecía a Dios (Génesis 6.9).

             Comparemos el ejemplo de Noé con la salvación que nos ofrece Jesús. No debemos suponer que el amor de Dios nos salvará, sabiendo que Él es también un fuego que todo lo consume. Si Dios nos ofrece la salvación gratuitamente, debemos aceptarla de la manera que Él nos la ofrece, es decir: en el momento de bautizarnos, no antes o después. Cambiar esta condición, es nuevamente, hacer pasar una tradición humana por un mandato de Dios.

      ¿Tradiciones humanas u obediencia a Dios? 

             Según Efesios 4.5 existe «un bautismo», ¿pero lo que se suele practicar actualmente en las distintas ramas del cristianismo es ese único bautismo? ​La Iglesia Católica enseña que primero la persona se bautiza y se salva, y luego, en algún tiempo futuro llega a creer y confirma su bautismo. En cambio, muchas iglesias evangélicas enseñan que primero uno cree y es salvado y luego, en algún momento se bautiza, pero no para alcanzar la salvación, porque fue salvado antes. La Biblia NO ENSEÑA que uno se salva al bautizarse sin creer (la posición católica); TAMPOCO enseña que uno cree y es salvado y luego se bautiza (una posición difundida entre iglesias evangélicas). La Biblia sí ENSEÑA que al bautizarnos le pedimos a Dios una conciencia limpia (1 Pedro 3.21), lavándonos de nuestros pecados (Hechos 2.38-39; 22.16), cuando por medio de la fe en ese momento morimos y resucitamos con Jesucristo (Colosenses 2.12; Romanos 6.3-5), recibiendo la salvación (1 Pedro 3.21; Tito 3.3-7), al nacer de nuevo del agua y del Espíritu (Juan 3.3-5), pasando a formar parte del cuerpo de Cristo, o sea, la Iglesia (1 Corintios 12.13).

             Dios es el que pone las condiciones de nuestra salvación; no tengamos la osadía de cambiarlas. Si usted se bautizó según las enseñanzas de alguna tradición humana, no es tarde para mostrar su amor y reverencia hacia Dios, aceptando la salvación que Él nos ofrece, respetando las condiciones que Él ha determinado. Antes de unirse a la muerte y resurrección de Jesús por medio de la fe en el momento de bautizarse, es importante que usted medite en su necesidad de perdón de pecados ante los ojos de Dios. Es fundamental que esté convencido que Jesús murió y resucitó para salvarlo (Gálatas 2.20). Es necesario que entienda la necesidad que usted tiene de un Salvador (Hechos 4.12). Debe elaborar un cambio de actitud con respecto a su relación con Dios, comenzar una transformación que se conoce como el «arrepentimiento» o la «conversión» (Hechos 2.38-29). En otras palabras es necesario que usted medite bien en el compromiso que asume con este acto de entrega. Jesús vino no solamente como nuestro Salvador sino también nuestro Señor. Al morir y resucitar con Cristo, Él nos salva y empezamos a vivir de ahi en más con Él como nuestro Señor. Estamos a su disposición para explicar mejor las bendiciones y las responsabilidades de la vida cristiana.  

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      Parte 4 Resurrección: ¿Por qué es el paso necesario de una verdadera liberación?

      Parte 4 Resurrección: ¿Por qué es el paso necesario de una verdadera liberación?

      Seguimos respondiendo la pregunta que empezamos a contestar en tres entregas anteriores: ¿Cómo podemos acercarnos a Jesús en nuestra época? Cuando estaba en la tierra “se sentó a la mesa de los pecadores”. Fue un Maestro accesible. ¿Pero nosotros tenemos la misma posibilidad?

      La obra del otro Defensor convencer y transformar.
      En la entrega dos de esta serie vimos que la obra del Espíritu Santo es doble: convence transforma. Primero convence a la persona que escucha el evangelio que Jesús ha muerto y resucitado y hasta el día de hoy podemos seguirle como Nuestro Señor. Luego transforma al cristiano nuevo a la largo de la vida para ser como Jesús. Leemos de estas dos etapas de la obra del Espíritu en 2 Corintios 3.13-18. Para explicarlo, el autor, el apóstol Pablo recurre a un episodio de la vida de Moisés.

      13 No hacemos como Moisés, quien se ponía un velo sobre el rostro para que los israelitas no vieran el fin del resplandor que se iba extinguiendo. 14 Sin embargo, la mente de ellos se embotó, de modo que hasta el día de hoy tienen puesto el mismo velo al leer el antiguo pacto. El velo no les ha sido quitado, porque solo se quita en Cristo.15 Hasta el día de hoy, siempre que leen a Moisés, un velo les cubre el corazón. 16 Pero, cada vez que alguien se vuelve al Señor, el velo es quitado. 17 Ahora bien, el Señor es el Espíritu; y, donde está el Espíritu del Señor, allí hay libertad. 18 Así, todos nosotros, que con el rostro descubierto reflejamos como en un espejo la gloria del Señor, somos transformados a su semejanza con más y más gloria por la acción del Señor, que es el Espíritu. (2 Corintios 3.13-18)

      Pablo hace alusión a un episodio del Antiguo Testamento que relata la experiencia de Moisés durante los años de Israel en el desierto. Como representante del pueblo de Israel, Moisés entraba en la carpa del encuentro para tomar contacto con la gloria de Dios y saber la voluntad divina (Éxodo 34.34-35). Después de entrar así en contacto con la gloria de Dios, al salir de la carpa el rostro de Moisés brillaba tanto que y era necesario taparlo con un velo hasta que desapareciera esta “gloria”.
      Ahora el apóstol Pablo toma esta experiencia y la compara con la diferencia entre los dos pactos, el antiguo, de la ley de Moisés, y el nuevo pacto, el Nuevo Testamento que traía Jesús. El apóstol dice que los judíos que no han llegado a creer que Jesús es el Mesías, tienen la “mente cerrada”, es como si un velo les impidiera ver claramente. Aquí Pablo cambia la imagen, porque en el caso de Moisés el velo era para que no se viera la gloria en su cara. Pero en el caso de Jesús, es necesario que se quite el velo para que efectivamente se vea la gloria de Dios que brilla en la cara de Jesucristo (2 Corintios 4.6).

      Quitarse el velo. 
          Cuando uno “vuelve al Señor” se le quita el velo. En esta parte de 2 Corintios, Pablo usa “El Señor” para referirse indistintamente a Jesús o al Espíritu Santo. Cuando el Espíritu “convence” a través de la prédica del evangelio de que Jesús es el Señor, y el pecador decide creer y seguir a Jesús, se quita el velo. Uno “se vuelve al Señor”. Pero es el Espíritu, el Señor, que da la libertad de ver a Jesús claramente. En este sentido, donde Él está, hay libertad. Aquí, como en la entrega 3 de esta serie, “ver” se usa en el sentido de “creer”. El Espíritu es el que permite ver a Jesús claramente y creer en él como nuestro Señor. 

      Contemplando reflejamos. 
      Luego, Pablo combina la imagen del velo que se corrió con la idea de mirar un espejo. Sin el velo que impide ver a Jesús, uno contempla a Jesús como si fuera la imagen de un espejo y a la vez lo refleja. Esta doble acción del Espíritu se entiende en el verbo que Pablo utiliza en el versículo 18 (katoptrítsō) que puede significar por un lado “contemplar” y por otro “reflejar”. Así en la versión NVI se traduce “Así, todos nosotros, que con el rostro descubierto contemplamos/reflejamos como en un espejo la gloria del Señor”. Así el Espíritu hace su trabajo de “transformación” en el cristiano. Primero convence, y luego transforma. Donde está el Espíritu del Señor hay libertad; libertad para ser transformados. ¿Transformados en qué sentido?

      ¿En qué nos transformamos?
      Siguiendo la metáfora del espejo, nos vamos transformando en su imagen. Al contemplar a Jesús, nos vamos transformando para ser como él. Es una transformación que no termina durante la vida del cristiano y para explicarla Pablo incorpora la idea de una nueva creación: “Porque Dios, que ordenó que la luz resplandeciera en las tinieblas, hizo brillar su luz en nuestro corazón para que conociéramos la gloria de Dios que resplandece en el rostro de Cristo.” (2 Corintios 4.6). Aprendemos a reflejar en nuestras vidas su amor, su bondad, su entereza, su autenticidad.
      La “gloria” de Dios se refiere a su poder, su presencia, su actuar. En el Antiguo Testamento se manifestaba a través de milagros o por otros medios físicos: en el desierto la gloria de Dios se manifestaba como una columna de fuego de noche y una columna de nube de día (Éxodo 13.21-22, Números 9.15). En el Nuevo se manifiesta en la vida de Jesús. En Juan 1.1, Jesús aparece con el nombre de “el Logos” (la Palabra), que estaba con Dios y era Dios. Luego, “la Palabra se hizo hombre e hizo su morada entre nosotros. Y hemos visto su gloria, la gloria como del unigénito del Padre, llena de gracia y bondad” (Juan 1.14). En el cristiano, la gloria de Dios se manifiesta en el desarrollo de las cualidades de Nuestro Señor en nuestra vida.

      La glorificación de Jesús.
      Jesús habla de su muerte y resurrección como la glorificación. En esa experiencia se manifestó el poder, la presencia de Dios manifestada en la entrega de Jesús. En la cruz Jesús hombre carga con los pecados de la humanidad; su condición infinita de Dios permite que este sacrificio sea para “todos”; luego, cuando resucita es el comienzo de una nueva creación, una nueva vida. Por eso, Pablo lo compara con la luz que brilló en la oscuridad en la primera creación; ahora al creer que Dios manifestó su gloria por medio de la cruz y la resurrección de Jesús, estamos libres para participar de una nueva creación. En esta nueva creación, el Espíritu nos libera para ser transformados a imagen de Jesús. 

      Jesús resucitado es Señor.
      Al resucitar a Jesús de entre los muertos, él fue hecho “Señor y Cristo” (Hechos 2.22-24, 2:36). Cuando confesamos que creemos en la resurrección de Jesús, estamos diciendo que reconocemos su derecho de ser Nuestro Señor (Romanos 10.9-10). “Señor” se usa en la Biblia con frecuencia para referirse a Dios. Si bien Jesús “se vació” al hacerse hombre, aparentemente esto quiere decir que se hizo “siervo” (Filipenses 2.5-8), i.e. que aprendió a ser obediente. Al ser igual al Padre desde la eternidad, Jesús jamás sabía lo que era obedecer. Dios por su naturaleza divina no obedece, y siempre había habido una coincidencia completa entre la voluntad del Padre y la del Hijo. Es solamente cuando se hizo hombre y llegó el momento en que en oración pidió alejar de él «la copa» (la crucifixión) que por única vez el Hijo no quería obedecer al Padre, y es en este instante cuando aprendió realmente lo que significaba “obediencia”. En ese momento oró: “Aléjate de mí esta copa, pero que no se haga mi voluntad, sino la tuya” (Marcos 13.). “El Hijo, por medio del sufrimiento aprendió a obedecer” (Hebreos 5.8). Solamente así, Jesús aprendió lo que es ser “siervo”, ser “obediente”. Al resucitar vuelve plenamente a su rango de Señor, pero lleva con él la experiencia humana de la obediencia, la cual no podría haber adquirido sin hacerse carne.

      Jesús puede ser Nuestro Señor.
      Cuando tomamos conciencia de que somos responsables de nuestros pecados ante Dios, y que estos pecados nos separan de su gloria (Romanos 3.23), también nos enteramos que nos condena la justicia divina, ya que “el pago del pecado es la muerte” (Romanos 6.23). Sin embargo, cuando nos enteramos que el sacrificio de Jesús en la cruz puede quitar el castigo de esta condena y que su resurrección nos ofrece una nueva vida, podemos por medio de la fe aceptar su muerte y resurrección en nuestro lugar y él llega así a ser Nuestro Señor. Romanos capítulo 6 explica que esto sucede en el momento del bautismo por inmersión. La persona que se arrepiente de sus pecados y decide vivir con Jesús como su Señor, se bautiza para el perdón de los pecados y así recibe el don del Espíritu Santo en su vida (Hechos 2.38-39). Al sumergirse, por medio de la fe entra en la muerte de Jesús y resucita con él; empieza a vivir con él como su Señor (ver Romanos 6). Esta vida es una vida eterna: “El pago del pecado es la muerte; el regalo de Dios es vida eterna en unión con Jesucristo, Nuestro Señor” (Romanos 6.23).

      ¿Cómo es la relación con Jesús como Nuestro Señor?
      Tener fe en Jesús como Señor significa que él tiene derecho a mandar en nuestra vida. Esto es la “obediencia de la fe” de la que habla Pablo en Romanos (Romanos 1.5, 16.26). Para explicar la relación del cristiano con Jesús como Señor, Pablo se remite a varias metáforas.

      • ·  La del esclavo con su amo o Señor es por ahí la más evidente (Romanos 6), sin olvidar que se trata de un Señor que ama a uno y dio la vida por él. Hablando de su propia experiencia después del bautismo, Pablo dice “He sido crucificado con Cristo, y ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí. Lo que ahora vivo en el cuerpo, lo vivo por la fe en el Hijo de Dios, quien me amó y dio su vida por mí” (Gálatas 2.20). 
      • ·  Pero también la relación es tan íntima como la del matrimonio (Romanos 7).
      • ·  Es también la relación como la del Hijo con su Padre; cuando recibimos al Espíritu del Hijo en nuestro corazón al bautizarnos (Hechos 2.38, Gálatas 3.26—4.6), podemos tratar a Dios como Padre; tratándolo de “Abbá” en medio de las pruebas de la vida, así como Jesús se dirigió a Dios como “Abbá” en medio de su angustia antes de ser arrestado (Marcos 14.32-36, Romanos 8.12-17, 8.26-27)
      • Como vimos en la entrega anterior, Jesús considera la relación con sus seguidores como una especie única de “amistad”.  
      • ·  Finalmente la relación con Jesús como Nuestro Señor se compara con la de hermanos. Jesús al resucitar llega a ser el primogénito entre muchos hermanos, y vamos transformándonos en su imagen (Romanos 8.29).

      Esta transformación es la liberación que logra el Espíritu Santo en la vida del cristiano a medida que seguimos a Jesús. Mientras lo contemplamos, los reflejamos.
      ¿Cómo nos podemos acercar a Jesús ahora? Al creer que Él murió por nuestros pecados y resucitó para darnos nueva vida, nos arrepentimos de nuestra rebelión contra Dios y nos entregamos a Él en el bautismo. En ese momento la fe obra para que entremos en contacto con la muerte y resurrección de Jesús al sumergirnos en el agua y salir para andar en “novedad de vida” (Romanos 6.3). Esta nueva vida, es una vida eterna, en unión con Jesús, Nuestro Señor. Vamos transformándonos a su imagen a medida que lo contemplemos por medio del Evangelio. Este momento del bautismo también se llama “nacer de nuevo, del agua y del Espíritu” (Juan 3.3-5), es el momento en que el Espíritu Santo nos vuelve a crear a imagen de Jesús para comenzar una transformación durante el resto de nuestra vida para ir reflejándolo en nuestras existencias humanas. Es una vida con él que no termina, ya que es eterna. Es un acercamiento a Jesús en el aquí y ahora que no tiene fin. Todo comienza con creer que él murió por nuestros pecados y resucitó para darnos vida. La resurrección de Jesús es la evidencia del plan de Dios para una nueva humanidad. Si no te has acercado a él, no esperes más para hacerlo. Estamos a tus órdenes si podemos ayudarte a dar este paso (para contactarnos).

      En la próxima entrega consideraremos algunas de las pruebas de la resurrección de Jesús.

      Agradecemos nuevamente a Damián por su pregunta que dio origen a esta serie de entregas.

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      Parte 2. Resurrección de Jesús: despedida y venida.

      Parte 2. Resurrección de Jesús: despedida y venida.

      Seguimos respondiendo la pregunta que empezamos a contestar en la entrega anterior:

      ¿Cómo podemos acercarnos a Jesús en nuestra época? Cuando estaba en la tierra “se sentó a la mesa de los pecadores”. Fue un Maestro accesible. ¿Pero nosotros tenemos la misma posibilidad?

      Un anuncio sorprendente.

      Los que hemos pasado tiempo leyendo la historia de la actividad pública de Jesús entre los hombres, el período de dos o tres años en los que hacia milagros y transmitía la buena noticia del Reino de Dios, seguramente quedamos impactados por cómo era él como persona, por su…

      • apertura hacia los marginados (Lucas 15.1-2)
      • fuerza de carácter frente a la falsedad (Lucas 11.37-53)
      • capacidad de corregir (Lucas 10.41)
      • ternura con los niños y los desposeídos (Marcos 9.33-37, 10.13-16, 12.42-44)
      • compasión (Mateo 20.32-34)
      • tristeza y enojo frente a la falta de humanidad (Marcos 3.1-6)
      • celo por el honor de su Padre (Juan 2.13-17)
      • decepción ante la incredulidad de los que tendrían que creer (Marcos 4.35-40, Mateo 14.31)
      • sorpresa y admiración ante la fe de los con menos posibilidades de creer (Lucas 7.1-10, Mateo 15.21-28)
      • alegría por la revelación del secreto de Dios a las personas sencillas (Lucas 10.21)
      • amor por sus amigos y enemigos (Juan 11.3-4, Lucas 23.34; Marcos 3.5).
      • angustia al encontrarse con la cercanía de la crucifixión (Marcos 14.32-36; Juan 12.27)
      • tranquilidad en el momento de su arresto (Juan 18.3-9)
      • seguridad de su victoria sobre la muerte (Juan 10.17-18).

      Solo podemos imaginarnos de qué manera el pequeño grupo de hombres a quienes Jesús eligió para andar en su compañía experimentaron lo que significaba vivir con “Aquel que es la Palabra, aquel que estaba con Dios… y era Dios”, pero se hizo carne, llegando a ser un hombre de carne y hueso. Su cuerpo era la casa de Dios, un templo que, si llegara a ser derribado, el mismo levantaría a los tres días (Juan 1.1 1 , 1.14, 1.50, [Génesis 28.12-18], Juan 2.19). La convivencia con Jesús seguramente era un laboratorio que produjo cambios en los apóstoles: pero esta transformación se experimentó solamente cuando finalmente sus ojos fueron abiertos en cuanto a la verdadera identidad de su Maestro.

      Confundidos porque todavía no era el momento para entender

      Por algún motivo, antes de la resurrección, Dios no permitió que los apóstoles entendieran cuando Jesús les anunció en distintas oportunidades que él sería arrestado, moriría a manos de los hombres y luego resucitaría. De hecho, él les anticipó varias veces lo que estaba por suceder, “Pero ellos no entendían lo que les decía, pues todavía no se les había abierto el entendimiento para comprenderlo; además tenían miedo de pedirle a Jesús que se lo explicara” (Lucas 9.45). Teniendo en cuenta que no entendían el plan de Dios, ¿no es lógica la tristeza que sentían aquella noche del arresto de Jesús cuando él les anunció: “Es mejor para ustedes que yo me vaya…” (Juan 16.6-7)?
      ¿Se sentirían abandonados? ¿Perplejos? ¿Impotentes? De cierta manera podemos imaginar su confusión, la misma que quizás algunos sientan ahora ante la posibilidad de acercarnos a Jesús en la actualidad. El abandono que ellos sentirían es el reflejo de la falta de esperanza de los que ahora admiran tal vez a Jesús como un maestro iluminado, pero creen que no es posible acercarse a él. No obstante, la razón por la cual era mejor que Jesús se fuera no tardó en aclararse: “Es mejor para ustedes que yo me vaya, porque si no me voy, el Defensor no vendrá, pero si me voy, yo se lo enviaré” (Juan 16.7). Además de beneficiar a los apóstoles, veremos que ese Defensor, traería a la vez el secreto para poder acercarse a Jesús en nuestro tiempo.

      ¿Por qué era mejor que Jesús se fuera?

      En pocas horas Jesús sería arrestado, el primer paso del proceso que culmina con su muerte y resurrección. Una vez resucitado, luego de pasar unos cuarenta días con sus apóstoles dando pruebas de estar vivo, ascendería al cielo a la diestra de Dios. Ésta serie de eventos se llama la “glorificación” de Jesús; es a este proceso que Jesús se refería cuando les dijo a los apóstoles que “se iba”. Ascendido al cielo, como una semana después enviaría al Espíritu Santo a la tierra. El Espíritu no vendría hasta después de la glorificación (Juan 7.37-39). Él es el “otro Defensor” que Jesús enviaría. ¿Por qué era mejor que él se fuera y viniera el Espíritu Santo? Leamos la explicación que Jesús les dio en esa última charla…
      Si ustedes me aman, obedecerán mis mandamientos. Y yo le pediré al Padre que les mande otro Defensor, el Espíritu de la verdad, para que esté siempre con ustedes. Los que son del mundo no lo pueden recibir, porque no lo ven ni lo conocen; pero ustedes lo conocen, porque él permanece con ustedes y estará en ustedes”. (Juan 14.16-17).
      Jesús se iba corporalmente dentro de pocos días, pero enviaría al “otro Defensor” en su lugar, para acompañarlos “para siempre”. Él estaría “con” ellos y “en” ellos. De hecho estaría con todos los que creerían en el Jesús glorificado a lo largo de los tiempos (Juan 7.37-39, 17.20-23).

      ¿Qué se entiende por Defensor?

      Esta expresión traduce una palabra que en griego significa “uno llamado al lado”; en la cultura grecorromana se refería a una persona convocada al lado del acusado durante un juicio. Puede ser el abogado defensor, o sencillamente un amigo cercano que intercede por el incriminado y lo defiende. Al decir que enviaría a “otro Defensor”, Jesús da a entender que él mismo ejercía esta función durante su tiempo de convivencia con los apóstoles. Los protegió en vida (Juan 17.11-12, 18.2-9). De hecho, resucitado y en la presencia de Dios, ahora mismo él como abogado defensor ruega por los cristianos que confían en él para alcanzar la salvación eterna (1 Juan 2.1-2, Romanos 8.34). Ahora al irse físicamente, anuncia que envía a “otro” en su lugar.

      El “otro Defensor”, el Espíritu de la Verdad.

      Identificar al Espíritu Santo como “Espíritu de la Verdad” es sumamente importante para entender su misión como Defensor. Él enseñaría a los apóstoles “todas las cosas” y les recordaría todo lo que Jesús había dicho (Juan 14.26). Tomaría lo que Jesús había recibido del Padre para explicárselo a los apóstoles y guiarlos a una “verdad completa” (Juan 15.12-15). Dios Padre y Jesús lo envían para dar testimonio junto con los apóstoles de la muerte y resurrección (Juan 14.26, 15.26-27, Hechos 1.8, 2.1-41). Este testimonio y sus consecuencias son la “verdad” que el Espíritu transmite. Al hacerlo, el Espíritu “convence al mundo” de la veracidad del mensaje: la realidad del pecado, el juicio venidero, y la posibilidad de ser aceptados como justos ante Dios, puesto en la debida relación con él por medio de la muerte y resurrección de Jesús (Juan 16.8, cf Hechos 2.14-39, Romanos 1.16-17, Romanos 5.1-10).
      Para los que el Espíritu de la Verdad convence de la realidad de la muerte y resurrección de Jesús, el impacto de este mensaje puede ser el primer paso hacia la fe que inicia una transformación. Es solamente al comenzarla que podemos realmente acercarnos a Jesús ahora. El evangelio revela un misterio profundo: el Espíritu Santo, el Padre y Jesús obran en conjunto (Juan 16.12-15, Mateo 28.18-20). El Espíritu de Cristo es Cristo; es a la vez el Espíritu de Dios (Romanos 8.9-11, Hechos 16.6-10). Así como Jesús y el Padre son uno (Juan 10.30, 10.38, 14.10-11); el Espíritu toma de lo que es del Padre y de Jesús y lo transmite a sus apóstoles (Juan 15.12-15), quienes a su vez lo dan a conocer al mundo.

      El Espíritu de la Verdad convence…y transforma.

      Por medio del evangelio, las buenas noticias transmitidas originalmente por los apóstoles acerca de la vida, muerte y resurrección de Jesús, el Espíritu de la Verdad sigue convenciendo al mundo que Jesús vive y podemos seguirle ahora como Nuestro Señor.
      Además, una vez tomada la decisión de seguir a Jesús en el momento de la entrega del nuevo nacimiento (el bautismo bíblico, Juan 3.3-5), el Espíritu está a lado del cristiano y mora en él. Por medio de su presencia en la vida del cristiano es posible experimentar las palabras de Jesús: “Yo estaré con ustedes siempre, hasta el fin del mundo” (Mateo 28.20); por medio del Espíritu de la Verdad, Dios libera al cristiano para contemplar claramente a Jesús y ser transformado a su imagen (2 Corintios 3.14-18, Romanos 8.29). Como seguir a Jesús en la actualidad y comenzar esta liberación es el tema de la próxima entrega. Para asegurarse de recibirla, no olvide subscribirse a este blog. 2

      Le agradecemos nuevamente a Damián, cuya pregunta motivó esta serie de respuestas.

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