Parte 6: “¿Qué debo hacer para salvo? La misión del Mesías en el evangelio de Mateo».

Parte 6: “¿Qué debo hacer para salvo? La misión del Mesías en el evangelio de Mateo».

Salvarse como liberación de los enemigos.    

Antes en esta serie de notas vimos que una de las acepciones más comunes de la idea de salvar en el Antiguo Testamento es la de liberación del poder de una nación enemiga. Por ejemplo, los “jueces” de Israel salvan al pueblo de naciones invasoras. El profeta Isaías, a su vez, habla de la manera en que Dios libera a Israel de los ejércitos de Siria y Samaria.

El éxito militar en la historia de Israel en la Biblia seguramente alcanza su punto culminante con el Rey David, unos mil años antes de Jesús. Este rey no sólo salva a Israel de la amenaza de los filisteos, la mayor amenaza extranjera de la época, sino también él conquista nuevos territorios, llevando las fronteras israelitas a su máxima extensión geográfica.

El comienzo de la esperanza mesiánica.

Dios promete a David, “tu trono estará firme, eternamente”, palabras que inmediatamente se interpretan como el establecimiento eterno de la “casa” de David, la dinastía que él inició (2 Samuel 7.12-16, 27-29, 22.51). Profecías posteriores incluso hablan de uno de sus descendientes como un futuro “David” (p. ej. Ezequiel 34.23), es decir, el “Mesías”. Por lo tanto, siglos después, la esperanza popular en la época de Jesús es que la llegada del Mesías liberará a los judíos de su condición de pueblo vasallo en el Imperio Romano. Esta expectativa tiene su origen en la manera en que Dios anteriormente ha salvado a su pueblo durante siglos por medio de los “jueces”, reyes y especialmente, diez siglos antes por medio de David.

El pueblo espera otro tipo de liberación. 

Si imaginamos que somos ciudadanos comunes de Judea del siglo primero, súbditos involuntarios de Roma, ¿cómo nos impactará la idea que el Mesías “salvará a su pueblo de sus pecados”? (Mateo 1.21) Seguramente no es el tipo de liberación que estamos esperando y por eso, Mateo, al comienzo de su evangelio, aclara que la salvación tiene que ver con ser salvados de los pecados, no con una liberación geopolítica.

Empezar a entender la salvación desde el contexto de Mateo.

¿Qué significa ser “salvados de los pecados”? El mismo evangelio de Mateo ayuda a esbozar una respuesta. Como hemos visto en otros textos, en este evangelio el verbo “salvar” (sotso) puede referirse a salvarse de un inminente peligro natural (Mateo 8.23-27), sanarse de una enfermedad (Mateo 9.20-22) o salvar la vida física misma (Mateo 24.22).

El pecado como una enfermedad espiritual. 

Sin embargo, cuando se trata de la manera en que el Mesías “salva a su pueblo de sus pecados”, Mateo aclara que este tipo de salvación es por medio del perdón, un hecho que se clarifica cuando Jesús demuestra su autoridad para “perdonar pecados aquí sobre la tierra” (Mateo 9.1-8). En este relato de la curación de un paralítico, Jesús, por medio del poder visible de sanar a un enfermo, demuestra su autoridad invisible para perdonar pecados. En el párrafo siguiente se refuerza esta idea, ya que inmediatamente después Jesús llama como discípulo a Mateo mismo, a pesar de que éste pertenece a un notorio sector de “pecadores”. Al elegirlo, Jesús demuestra que el Mesías es una especie de médico que ha venido para los enfermos espirituales: “No son los sanos los que necesitan médico sino los enfermos …. no he venido a llamar a justos sino a pecadores” (Mateo 9.9-12). En este contexto el evangelio presenta, entonces, el “pecado” como una condición de enfermedad espiritual: el llamado de parte de Jesús es el primer paso de la salvación/curación. Este llamado, aclara el evangelista Lucas, invita dar el siguiente paso: “el arrepentimiento” (Lucas 5.32).

Por otra parte, hemos visto que la salvación puede referirse a liberación. Este aspecto liberador se evidencia cuando Jesús puntualiza que su misión es dar su propia vida como “rescate por muchos” (Mateo 20.28). Aquí el concepto de “salvación/liberación” está presente en la misión del Mesías presentada como un “rescate”, pero ya no en el ámbito militar, sino en el plano espiritual. En un momento culminante, a la mesa durante la última cena con sus discípulos, Jesús vuelve a hablar de dar su vida como “rescate” por muchos: la copa es “su sangre derramada por muchos para el perdón de pecados” (Mateo 26.27-28). La sangre derramada, el rescate, trae perdón de pecados, es decir, salvación. Así el Mesías “salva a su pueblo de sus pecados” (Mateo 1.23). ¿Entienden los lectores originales de Mateo todo lo que involucra este tipo de salvación? Veremos este punto en la próxima entrega de “preguntas y respuestas».

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Parte 6: “¿Qué debo hacer para salvo? La misión del Mesías en el evangelio de Mateo».

Parte 5: ¿Qué debo hacer para hacer salvo? Salvación del peligro físico y en el plano espiritual.

En la parte 4 de esta serie vimos que en los Hechos de los Apóstoles el verbo “salvar” (sotso en griego) puede usarse para sanar o salvar la vida física, como por ejemplo en la curación de un hombre rengo o el relato de los pasajeros de un barco, y su tripulación, quienes sobreviven un naufragio llegando “sanos y salvos” a tierra. Es decir, la salvación en primera instancia para referirse a una realidad física, visible, tangible.

Asimismo, en la parte 3 vimos el concepto del “salvador” en la historia del Antiguo Testamento: Dios manda a un caudillo para salvar o liberar a su pueblo de naciones opresoras. Esta figura es alguien como San Martín en la historia argentina: un libertador. Los “libertadores” o “salvadores” en el Antiguo Testamento se llaman “jueces”. Los relatos que describen sus hazañas salvadoras abarcan varios siglos.

La idea de salvación de pueblos enemigos continúa en el siguiente período, el de los reyes de Israel y Judá. Por ejemplo, unos siete siglos antes de Cristo, el reino de Judá vive la amenaza de una invasión militar de parte de dos pueblos vecinos, Samaria y Siria. Dios envía al profeta Isaías para hablar con el rey de Judá, Acaz, prometiéndole una señal de que el pueblo será salvado de estas dos naciones enemigas. La señal prometida es el embarazo inminente de una joven y la presencia física de su hijo ante los ojos del rey Acaz. Se desconoce la identidad de la jóven; algunos consideran que se trata de la esposa del rey, otros, la esposa del mismo profeta Isaías (basándose en Isaías 8.18). Lo importante es que el niño que nace es una señal para el rey que lo ve crecer:  “antes de que el niño sepa elegir lo bueno y rechazar lo malo, la tierra de los dos reyes que tú temes quedará abandonada” (Isaías 7.16). Es decir, antes de que el niño tenga uso de razón (“saber elegir lo bueno y rechazar lo malo”), los países enemigos dejarán de representar un peligro para Judá. Efectivamente, unos tres años después (731 a.C.) Siria fue derrotada por los asirios y unos diez años después (721 a.C.) Samaria corre una suerte parecida. Isaías da a entender que Dios está presente para salvar a su pueblo, valiéndose de los asirios, a quienes Él permite conquistar a los enemigos de Judá. Esta presencia activa de Dios para salvar a su pueblo explica el nombre del niño/señal: Emanuel, que significa “Dios con nosotros”.

En el Nuevo Testamento, este ejemplo de liberación de una amenaza militar, es decir salvación de una realidad física, se cita para enfatizar que Dios también salva en el plano espiritual. Mateo cita al profeta Isaías porque otra vez el nacimiento de un niño será una señal del poder de Dios para salvar a su pueblo. Tres veces se menciona el nombre del niño. Primero, el niño se llamará “Jesús” (que significa “Yahvé salva”), porque “salvará a su pueblo de sus pecados” (Mateo 1.21). Luego, vemos que se llamará “Emanuel” (Mateo 1.23), haciendo alusión a la historia del niño nacido en tiempos del Rey Acaz y citando a Isaías 7.14. En esta cita lo llamativo es que ahora es una virgen que da a luz el niño. Finalmente leemos que José “le puso por nombre Jesús” (Mateo 1.25).

El hecho de repetir tres veces la frase “llamarle por nombre…” en este orden es ejemplo de un “quiasmo” 1 o estructura invertida, un recurso literario común en la Biblia. La inversión se ve en: Jesús, Emanuel, Jesús (A-B-A). Esta estructura sirve para identificar y enfatizar una misma realidad: Jesús es Dios con nosotros, presente ya no para salvar a su pueblo de una invasión extranjera. Aquí la salvación ya pasa al plano espiritual. Dios, presente en Jesús, salvará a su pueblo de sus pecados.

La definición del término “pecado”, y por qué representa un peligro para la vida humana, será el tema de la próxima entrega de “preguntas y respuestas”.

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Parte 6: “¿Qué debo hacer para salvo? La misión del Mesías en el evangelio de Mateo».

Parte 4: «¿Qué debo hacer para ser salvo? El contexto del libro de los Hechos».

En el Nuevo Testamento la palabra “salvar” se emplea en una variedad de situaciones y contextos. En entregas anteriores que tratan esta pregunta vimos que el término en griego koiné, sótso, quiere decir “salvar, preservar del peligro, librar, rescatar; conservar o llevar sano y salvo”.

Por ejemplo, en el Libro de los Hechos se emplea sótso una vez para describir la “salvación” que Dios brindó a los israelitas al librarlos de la esclavitud en Egipto (Hechos 7.25). Por otro lado, también se usa para referirse a la posibilidad de salvarse del peligro mortal durante una tormenta en alta mar (Hechos 27.31); los náufragos luego llegan “sanos y salvos” a tierra (Hechos 27.44). Sótso también puede significar “curar, sanar” físicamente como en el episodio de la curación del hombre rengo en Hechos 4.9: “Hoy se nos pide cuenta del bien que hicimos a un enfermo y de cómo fue curado” (compárese Hechos 14.9). Inmediatamente después de esta curación, con el mismo término en griego, se afirma que Jesús puede también salvar en un sentido definitivo, una salvación que supera tanto la curación de la salud como el rescate de la vida física: “Sepan ustedes y todo el pueblo de Israel: este hombre está aquí sano delante de ustedes por el nombre de nuestro Señor Jesucristo de Nazaret, al que ustedes crucificaron y Dios resucitó de entre los muertos….En ningún otro hay salvación, ni existe bajo el cielo otro Nombre dado a los hombres, por el cual podamos salvarnos” (Hechos 4.10 y 12).

De manera que, si bien sótso puede significar “sanar” o “salvar” la vida física, es en el plano espiritual donde “los Hechos de los Apóstoles” más emplea este término y sus derivados. Los sucesos en los Hechos todos transcurren a partir de la muerte, resurrección y ascensión de Jesús. El libro mismo se redacta como consecuencia del asombroso hecho de que después de su resurrección, Jesús jamás vuelve a morir. Su vida indestructible demuestra que Dios ha obrado de forma definitiva para que los hombres podamos vencer la muerte y conocer la “vida
abundante” (Juan 10.10). Por lo tanto, después de su glorificación, los apóstoles de Jesús se convierten en “testigos de la resurrección” (Hechos 1.8, 1.22) quienes empiezan a proclamar las buenas noticias de “salvación” (Hechos 13.26) y a Jesús como el “Salvador” (Hechos 5.31). Anuncian que así como Jesús resucitó, Dios ofrece a los hombres salvación definitiva de la muerte; es decir, la vida eterna (Hechos 13.26-48). Este aspecto de la salvación será el tema de la próxima entrega de este blog.

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Parte 6: “¿Qué debo hacer para salvo? La misión del Mesías en el evangelio de Mateo».

Parte 3: ¿Qué debo hacer para ser salvo? “Hoy … les ha nacido un Salvador, que es el Mesías, el Señor” (Lucas 2.11).

Quizás para algunos resulte obvio que para ser salvo hace falta un Salvador. Seguramente para otros, no. Creen que pueden por sus propios esfuerzos ser salvos y difícilmente se convencen de que no son capaces de salvarse ellos mismos. ¿Necesitamos o no de un Salvador? La historia bíblica plantea este interrogante siglos antes del nacimiento de Jesús.

Remontémonos al Antiguo Testamento a época de los Jueces, que comienza tal vez unos 1200 años antes de Cristo. La obra bíblica que lleva el mismo nombre, “Jueces”, nos revela un largo ciclo de altibajos políticos y espirituales. Se sitúa en los años cuando el pueblo de Israel ya habita la tierra que Dios había jurado darle. El poder disfrutar de la tierra de Canaán integra al pacto que Dios estableció con Israel al decirles: “Ustedes serán mi pueblo, y yo seré su Dios” (Éxodo 6.7; Levítico 26.3-12 ). Sin embargo, Jueces relata que en numerosas oportunidades Israel rompe el pacto, volviéndose idólatra. Como consecuencia, la historia bíblica relata un círculo vicioso. Cada vez que la infidelidad al pacto con Dios se asienta entre los israelitas, Él permite que países enemigos los conquisten. Luego, cuando la situación de ser un pueblo conquistado se vuelve insoportable, se acuerdan de Dios y el pacto con Él y en medio de la angustia le piden auxilio. Durante mucho tiempo la respuesta divina es enviar caudillos para salvarlos de la opresión extranjera. Estos “salvadores” tienen el nombre de “jueces” aunque en realidad suelen ser más como libertadores a cargo de ejércitos reclutados espontáneamente.

Uno de los episodios que mejor ilustra este ciclo es el del caudillo/juez “Gedeón”, relatado  en los capítulos 6 al 8 de Jueces.  Cuando los israelitas vuelven a hacer lo malo a los ojos de Dios, rindiendo culto al ídolo Baal, Él permite que sean conquistados por la nación de Madián. Los madianitas oprimen severamente a los israelitas durante siete años. En su aflicción claman al Señor y Él levanta a Gedeón como caudillo para liberarlos. Jueces nos cuenta que el ejército madianita es enorme; cuentan con tantos soldados que ocupan un valle entero. De lejos parecen una horda de “langostas”. Cuentan con una “caballería” de tantos camellos “como la arena del mar”. Gedéon por su parte recluta un ejército más pequeño el cual, sin embargo, consta de 32.000 hombres. ¿Serán capaces de liberarse de los madianitas en una batalla convencional? Dios no permite que se verifique esta posibilidad. Le dice a Gedéon que el ejército israelita es demasiado grande. “La gente que te acompaña es demasiado numerosa para que yo ponga a Madián en sus manos. No quiero que Israel se gloríe a expensas mías, diciendo: ‘Es mi mano la que me salvó’. Por eso, proclama a oídos del pueblo: ‘El que tenga miedo o tiemble, que se vuelva’ . Así Gedón los puso a prueba, y veintidós mil hombres se volvieron quedando sólo diez mil” (Jueces 7.2-3). Sin embargo, para Dios seguían siendo demasiados. Por eso, por medio de una selección muy particular (Jueces 7.4-7), Él limita el ejército israelita a solamente 300 soldados. La acción militar de estos hombres, y la milagrosa intervención de Dios en la batalla, dan claras evidencias de que sin lugar a duda Él es el que los salva del enemigo. No hay lugar para pensar que se salvan a sí mismos. Lo que sí queda claro es para que Dios los salve, es necesario que confíen en Él y se entregan a su salvación bajo las condiciones que Él estipula.

Dos palabras claves “gloriarse” y “salvar” en Jueces 7.2-3 en la Septuaginta (la versión griega del Antiguo Testamento) vuelven a aparecer varios siglos después en en Nuevo Testamento, cuando el apóstol Pablo escribe a destinatarios cristianos en la epístola a los Efesios. Pablo es el autor que con mayor frecuencia advierte contra el peligro de “gloriarse”. En uno de los párrafos más citados de la epístola, Efesios 2.1-10, él escribe acerca de la salvación que Dios en su incomparable misericordia y gracia obra por medio de Jesús: “Porque ustedes han sido salvados por su gracia, mediante la fe. Esto no proviene de ustedes , sino que es un don de Dios; y no es el resultado de las obras, para que nadie se glorie” (Efesios 2.8-10). El evangelio declara que es necesario que entendamos que por nuestras propias obras no podemos salvarnos de la ira de Dios contra el pecado (Efesios 2.1-3). Sólo si entendemos esta realidad estaremos en condiciones de creer, tener fe en Él, confiar en su bondad, su amor: su “gracia” para salvarnos. De esta manera nadie puede “gloriarse”, es decir: jactarse, enorgullecerse, decir que por sus propios esfuerzos puede alcanzar la vida abundante, eterna que solo Dios puede regalar. Así como sucedió en el relato de Gedeón, es necesario saber que no podemos salvarnos a nosotros mismos: necesitamos de un Salvador. Si no entendemos esto, no tenemos fe en la obra que Dios realizó en la vida, muerte y resurrección de Jesús. Y es la fe en lo que Él hizo por medio de Jesús, la que nos puede salvar. La manera en que Dios nos salva por la fe en Jesús se explicará en otras entregas de este blog.

El apóstol Pablo conocía bien la historia de cómo Dios salvó a los israelitas de una fuerza militar superior madianita en tiempos de Gedeón. Pablo seguramente recordaba que Dios armó todo el escenario para que los israelitas vieran claramente que no podían “gloriarse” ya que que Él los “salvaba”. ¿Daban vuelta en su cabeza estas palabras de Jueces cuando escribió Efesios? ¿El Espíritu Santo le recordó la anarquía política y religiosa de la época de Gedeón para describir la necesidad espiritual de toda la humanidad? Quizás. Pablo, y también los ángeles que anunciaban el nacimiento de Jesús, entendían que realmente necesitamos de un Salvador.

¿Tienes en tu contra algún “ejército enemigo” que supera tus fuerzas? En la vida cotidiana, y el plano espiritual, todos lo tenemos. Por nuestros propios esfuerzos no hay esperanza de acceder a la debida relación con Dios, pero al tomar conciencia de que en Belén nació un Salvador, “el Mesías, el Señor”, contamos con lo que es realmente una “buena noticia, una gran alegría para todo el pueblo” (Lucas 2.10-11). Solamente si sabemos que necesitamos de un Salvador, y que Él sí está presente y dispuesto a salvarnos, podemos realmente empezar a captar la alegría de Navidad. Una alegría que puede encaminar cada día de nuestra vida. ¡Feliz Navidad a todos! ¡No solamente en esta fecha: eternamente!

Siguiente entrega…

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Parte 6: “¿Qué debo hacer para salvo? La misión del Mesías en el evangelio de Mateo».

Parte 2: ¿Qué debo hacer para ser salvo? El contexto inmediato y la percepción del mundo espiritual.

Para entender a qué se refiere con esta pregunta, nos toca considerar el contexto inmediato en que se formuló.

Remontémonos a Grecia alrededor del año 50 de nuestra era, es decir, unos 20 años después de la resurrección de Cristo. Han comenzado a salir de Palestina los primeros promotores del cristianismo para divulgar su fe. El difusor más conocido de esta época, y de todas, es el apóstol Pablo. En el momento que estamos considerando (ver Parte 1) él se encuentra en la ciudad de Filipos. A los pocos días de llegar él y sus  compañeros de trabajo a la ciudad, una joven empieza a seguirles por todas partes gritando, “Estos hombres son siervos del Dios Altísimo, y les anuncian a ustedes el camino de salvación” (Hechos 16.17, NVI). Es en este contexto algunos versículos después que escuchamos la pregunta que estamos analizando: “¿Qué debo hacer para ser salvo?” (Hechos 16.30).

¿Qué entiende la joven filipense por “el camino de salvación”? Para empezar, la narrativa nos aclara que ella tiene un “espíritu de adivinación” (Hechos 16.16), tratándose este “espíritu” (sabemos por el exorcismo posterior), de un espíritu malo el cual de alguna manera se ha posesionado de ella (Hechos 16.18). Siendo la condición social de la joven la de una esclava, sus amos aprovechan su habilidad de adivinar para ganar dinero. No obstante, seguramente no esperan que ella pase varios días siguiendo a los misioneros y señalándolos públicamente como anunciadores del “camino de salvación”.

Cabe aclarar que semejante situación evidentemente no es inusual en esta época. El Nuevo Testamento nos describe un mundo en el cual no es extraño que los espíritus impuros posean a las personas, y por boca de ellas, comuniquen una percepción de la realidad espiritual que transciende lo que está a simple vista del ojo humano. Es como si estos espíritus habitaran y percibieran otro plano del universo más allá del mundo material que vemos nosotros.

Por ejemplo, Jesús, enseñando en la sinagoga de Capernaum, es detectado por un espíritu “inmundo” como “el Santo de Dios”. Sorprendido por su presencia, el espíritu le  pregunta: “¿Has venido para destruirnos? Sé quiénes eres tú: ¡El Santo de Dios!” (Marcos 1.24). En otra oportunidad, un poseído distingue a Jesús de lejos, viene corriendo, se postra ante Él y grita que es “Hijo del Dios Altísimo” (Marcos 5.1-5), desafiándole: “¿Por qué te entremetes, Jesús, Hijo del Dios Altísimo? ¡Te ruego por Dios que no me atormentes!” 

Es decir, estos espíritus reconocen a Jesús como el Santo, el Hijo del Dios Altísimo, y entienden que Él representa para ellos una implacable oposición. Jesús, en numerosas oportunidades, los expulsa: de esa manera “ata al hombre fuerte”, el jefe de los espíritus impuros, Satanás, para luego “robar su casa” (Marcos 3.22-30). Este “robo”, la expulsión definitiva de Satanás, lo logrará Jesús por medio de su muerte y resurrección (Juan 12.31-33). Como cuatro años después, Pablo, aparentemente refiriéndose a poderes espirituales malignos que “gobernaban” el mundo, enseña que si ellos hubieran entendido lo que Dios pensaba hacer por medio de la muerte y resurrección de Jesús, “no habrían crucificado al Señor de la gloria” (1 Corintios 2.8). Con la cruz y la victoria posterior sobre la muerte, Jesús derrotó a Satanás y sus fuerzas (Hebreos 2.14-15, Colosenses 2.14-15). Podemos entender, entonces, un aspecto de la “salvación” como la liberación de las fuerzas del mal.

Cuando llegamos al relato en Hechos capítulo 16, han pasado unos veinte años después de la muerte y resurrección de Jesús, pero es evidente que las fuerzas que se oponen al Dios Altísimo todavía son capaces de reconocer a sus “siervos”:  ahora la joven poseída identifica a los misioneros cristianos como “siervos del Dios Altísimo”, así como el endemoniado de Gerasa dos décadas antes percibió que Jesús era el “Hijo del Dios Altísimo”.

Sucede algo curioso en los relatos aquí mencionados de los espíritus impuros que reconocen en el cuerpo humano de Jesús la presencia del Hijo del Dios. Nos dan la sensación de que declaran Quién es Él casi a regañadientes, como si fuera contra su voluntad. Al verlo, no pueden más que adivinar y decir Quién es. Deben someterse; no obstante, le ofrecen una feroz resistencia, no queriendo abandonar a los cuerpos que les han servido de anfitriones hasta el momento en que Él los expulsa. Ante una orden de Jesús, sin embargo, se ven obligados a salir.

Seguramente algo parecido pasaba en el contexto de Hechos 16. El “espíritu de adivinación” que habita en la joven no puede más que reconocer y anunciar a los misioneros cristianos como “siervos del Dios Altísimo” que “anuncian el camino de la salvación”. La joven los sigue por todas partes, como si fuera atraída a pesar suyo por la Fuerza que habita en ellos: el Espíritu Santo que vive en los que obedecen a Dios (Hechos 5.32).

Sin embargo, debemos entender que existe una gran diferencia entre lo que los espíritus impuros podían reconocer en la Persona de Jesús en época de su vida terrenal y el momento actual relatado en Filipos veinte años después. En el interim, Jesús ha muerto, resucitado, y ascendido a la gloria, creando la posibilidad, por medio de esta poderosa obra, de que los hombres subsanen completamente su relación con Dios. Esto es “el camino de la salvación”. Cuando llegamos a la época relatada en Hechos capítulo 16, los seres espirituales que se oponen al cristianismo ahora entienden lo que Dios tenía en mente con la llegada de Jesús al mundo. Vino para traer la salvación a la humanidad, un hecho que se ve obligado a confirmar el espíritu de adivinación en la joven esclava. ¿Pero en qué consiste esta salvación? En la próxima entrada a este blog, seguiremos viendo el significado de “salvación” y “ser salvados” en el contexto del libro de los Hechos, para así poder contestar la pregunta, “¿Qué debo hacer para ser salvo?”

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